Una esclava e idola especial, un ama

Hay un hecho en el que estaremos fácilmente de acuerdo: los hombres mostramos socialmente los pies mucho menos que las mujeres, incluso en verano. Las manos en cambio están siempre descubiertas y apenas reparamos en ellas. Digo esto porque, por suerte, tengo unas manos que siempre han gustado a las mujeres y han recibido variados elogios, pero del atractivo de mis pies nunca tuve conciencia hasta que apareció Pía.
Mi vida era tranquila y apacible. Aún no había cumplido los 30 años y disfrutaba del placer inmenso de vivir a la sombra de mi madre, rica y viuda, en una villa cercana a la costa de Málaga (en una de esas exclusivas urbanizaciones de la jet) con pocas ocupaciones aparte de leer a los clásicos y jugar al tenis o nadar. Mi modelo vital era Tom Ripley, con eso queda todo dicho.
Pía llegó en abril a trabajar como asistenta en casa de mamá y su presencia fue siempre discreta y recatada: era respetuosa, callada, y se movía con sigilo. Yo había observado que me miraba las manos cuando estaba leyendo en el porche: simulando estar concentrado en mi lectura la sentía alrededor arreglando unas flores o sacando brillo a una porcelana, demorándose, curioseando.
Mi madre a media mañana se iba al club a jugar a la canasta con sus amigas y cuando yo me levantaba, Pía me había dejado preparado el desayuno en la terraza: yo salía descalzo y medio dormido y tomaba café echando un vistazo a la prensa mientras la sentía a ella trastear por los alrededores.
Eso era lo habitual, pero una mañana me dió una gran sorpresa. Yo había trasnochado y ya debían ser cerca de las doce. El calor de junio se empezaba a notar desde temprano y yo estaba adormilado y boca arriba sobre mi cama con mi pantalón corto de pijama por toda vestimenta. Oí los pasos de Pía que venían desde la cocina con el claqueteo de sus chanclas y oí también como se las quitaba en la puerta de mi cuarto y entraba descalza: me hice el dormido pero oí el roce de sus pies acercándose a mi cama, hubo unos segundos eternos de silencio, yo permanecí con los ojos cerrados esperando que me llamara para desayunar pero de su boca no salió palabra alguna, sí en cambio, salió una lengua enorme, larga y húmeda que se deslizó por las plantas de mis pies de modo magistral una vez, diez veces, cien, mil, con una insistencia erótica que solo podía ser propia de una esclava bien instruída en el arte de agradar a su amo. Me incorporé apenas cuando pude y tuve una vista espectacular: Pía estaba arrodillada a mis pies, y entre los dedos que ella lamía uno a uno pude ver sus ojos negros brillando con fulgor: su mirada, habitualmente sumisa, era ahora viciosa y quería ser cómplice y seguía siendo sumisa!!!!...le presioné un poco la lengua con mi pie derecho y alcancé a decirle ¿qué haces, Pía? a lo que ella, sin dejar de lamer mis plantas y dedos, respondió: sólo quiero ser tu esclava, nada más que quiero ser tu esclava, despertarte cada mañana lamiendo tus pies y cuando te los haya lamido y lavado con mi lengua quiero tenderme junto a tu cama para que cuando te levantes me pises y sientas que soy tu alfombra y que mi lengua sea lo primero que rozas con tus pies cada día y luego me pises la cara, el cuello, el pecho: todo mi cuerpo de esclava será tuyo hasta que lo quieras tú....Uffffff, yo no podría decir qué era mayor si mi sorpresa o mi excitación!!!!, avancé hacia ella, que seguía de rodillas y descalza como una esclava total al borde de mi cama y cuando fuí a poner los pies en el suelo me indicó con la mirada los dorsos de sus manos para que se los pisara, le pisé sus manos y asiéndola por la nuca penetré en su boca en medio de un enorme torbellino de excitación que me hizo temblar aullando de placer mientras me iba por su garganta....
Desde entonces tengo una esclava: Pía, la doncella de mi madre.
Han pasado ya cuatro años desde aquella gloriosa mañana. De vez en cuando mi madre me dice que a ver si me dejo ver más por el club y acabo casándome con alguna de mis lindas amigas.
Claro que sí, mamá, todo llegará, ya verás, anda date prisa que vas a llegar tarde a tu partida, le digo, mientras oigo a lo lejos los pasos menudos de mi esclava camino de la galería que conduce a mi cuarto, silenciosa y descalza, dócil, sumisa y obediente, como ella sabe que me gusta verla: siempre descalza deslizando sus pies desnudos por el fresco enlosado cada vez más brillante, más pulido, más reluciente. 

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